sábado, 9 de agosto de 2008

Chicas de Lviv

Estoy en Lviv, Ucrania, una ciudad de la que hace un mes ni conocía su existencia. ¿Que qué hago aquí? Bueno, sería largo de explicar... Soy un animal de costumbres con una periódica doble personalidad aventurera. Me encanta una vida monótona y tranquila, hasta que decido ayudar al guionista de esta puta vida a dar un giro inesperado. Al fin y al cabo esa es la sal de la existencia, un libreto anónimo para una película en la que actuamos por intuición, pero que va volviendo interesante, ya que la trama es cambiante e imprevisible. Me dirán que el final lo conocemos todos, pero yo soy de los que piensan que parte del interés de llegar al desenlace está en el qué pasará luego, si habrá secuela o "remake", cuando terminen los títulos de crédito y se enciendan las luces de la sala.

Aunque advierto que hoy no les hablo de cine, porque mi presencia en esta hermosa ciudad ucraniana, centroeuropea, con una larga historia de posesiones polacas y austro-húngaras, nada tiene que ver con el Séptimo Arte, sino con vacación y locura, con la búsqueda de una quimera. Lviv, en este agosto, estalla de luz y de vida. Sus habitantes llenan las calles, rodean los monumentos de estilo neoclásico, las iglesias de cultos católicos polacos y ortodoxos, disfrutan de los bulevares y las avenidas, se sientan en las terrazas de los bares repletas de flores... Pero sobre todo, para mí, Lviv es el escenario para una diaria recaída en el mal de Stendhal, el doloroso disfrute de un espectáculo artístico que no es séptimo, sino primero: las mujeres.

Lo siento, puedo parecer prosaico, pero desde mi tierna infancia he considerado al elemento femenino, con todas sus contradicciones e inexplicables comportamientos, como un espectáculo de belleza y gracia. además de una presencia necesaria para la felicidad (e inevitable infierno de dolor en ocasiones). Mujeres hermosas las hay en todas partes. Lo que diferencia un país o una ciudad es la cantidad y la calidad. Y aquí, ambas son supremas. Las ucranianas sólo son comparables en belleza a colombianas o venezolanas, aunque obviamente en un estilo bien distinto. Aquí tienen -además- gracia y elegancia, a veces sencillez, a veces sofisticación, pero siempre encanto.

Disfruto sentándome en una terraza o en banco de un paseo, y viéndolas pasar, solas, en parejas o grupos, con los novios, maridos o niños... Preciosas ninfas de largos y lacios cabellos rubios, morenas con flequillo y narices respingonas, jóvenes de rasgos eslavos o de simple e indefinible belleza sin patria de la que llena las revistas de modas, ojos de gatas, largas piernas de modelos de pasarela, en ocasiones redondas curvas mediterráneas... Un regalo del cielo o del guionista de mi vida por el que estoy francamente agradecido.

Ni que decir tiene que me conformo con mirar y suspirar. Por costumbre y porque aquí todas o casi todas no saben inglés y sólo hablan ucraniano o ruso. Además sería turbar su tranquilidad y quizás romper el encanto de lo bello e inalcanzable. Me conformo con miradas furtivas, contemplaciones a distancia, fantasías e imaginaciones de lo que nunca ocurrirá... o como diría Julieta Venegas... de lo que no merezco o quizás sí, pero aunque yo quiera, ellas no.

viernes, 8 de agosto de 2008

Humo, alcohol y ambiciones

Acabo de terminar la primera temporada de la serie televisiva "Mad men", creada por Matthew Weiner. He de reconocer que llevo unos meses sumido en la adicción a las series... a las buenas, quiero decir. Sin embargo, asumo que el grado de "enganche" que pueden crear no debe diferir del que sufren las amas de casa o las jovencitas que no se pierden un capítulo de los culebrones latinoamericanos. No sé muy bien como empezó... Quizás fuese por culpa de "A dos metros bajo tierra". La familia Fisher se convirtió durante cinco temporadas en gente tan próxima como mi propia familia. Cada uno de sus miembros tenía algo entrañable para mí. Me reconocía en sus miserias, alegrías, errores y triunfos. La gran virtud de las buenas series, y ahí creo que nadie mejor que la última hornada de guionistas y productores norteamericanos desde principios de este siglo, es que son tremendamente creíbles por su humanidad y realismo.

Lo mismo le pasa a "Mad men", un retrato de personajes en una época de trascendental cambio de costumbres, los años 60. Creo que se pasan un poco con los cigarrillos (todos fuman, incluso las embarazadas...) y algo con el alcohol (chupan whisky como secantes), pero la reconstrucción de la época es brillante, así como su "casting". Sin embargo, lo mejor son sus guiones, en los que se refleja la mediocridad, la grandeza, la villanía, la ambición, la debilidad, el miedo, las contradicciones... todo eso que somos como personas y que no ha cambiado en 40 años... o quizás en 40 siglos.

Si nos fijamos en las grandes películas de Hollywood -y hoy la televisión de ficción después de décadas de ser puro entretenimiento vacuo se ha convertido en heredera de su mejor época- basan su éxito en su universalidad. Nada más universal que el ser humano. Por encima de nacionalidad, religiones y costumbres somos iguales, nuestras pulsiones son intercambiables. Estamos hechos del mismo barro, a ratos hediondo, a ratos brillante. Y de ese tintero sacan sus líneas los guionistas de "Mad men".

Hoy leo que los "creadores" de la serie (?), que emite en USA la cadena AMC y en España Canal Plus y pronto Cuatro, adaptarán en formato de serie la cinta de Coppola "La conversación", y mantendrán la época (mediados de los 70) de la trama original. Espero ansiosamente el resultado, aunque por ahora aguarde mucho antes la segunda temporada de "Mad men", que acaba de empezar al otro lado del charco.
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