
En los 60, este noble antifranquista se había convertido en una especie de icono internacional del seductor con clase, del noble hecho para llenar un smoking, darle toda su salsa a una fiesta o romper el corazón a la heredera de un naviero griego. No fue por tanto extraño que a alguien se le ocurriera darle un papel… de sí mismo. O al menos de la imagen que los demás siempre tuvieron de él.
Aunque de aquella charla del Palace recuerdo sobre todo una anécdota de Fellini que me hizo mucha gracia y luego les cuento, también me dijo que para él ser actor resultó lo más fácil y natural del mundo, ya que había sido uno de los pocos ante la cámara en poder rodar una cuarentena de títulos –normalmente como secundario que da lustre- sin dejar de hacer de lo que realmente era: un playboy de la alta sociedad.
Y voy con la anécdota. Me decía que un día en Roma Fellini se lo llevó de paseo con el mayor de los misterios, diciéndole que le iba a mostrar algo extraordinario. Así, llegaron a un piso donde en un dormitorio había una señora entrada en carnes, que al verlos entrar –posiblemente lo hacía para Federico con asiduidad- les mostró generosamente y sin mediar palabra su trasero desnudo, lo que hizo las delicias del cineasta italiano.
La elegancia y la clase no se compran en las boutiques de Serrano, los Campos Elíseos o la Vía Venetto. No se si son genéticas o se adquieren con el tiempo, pero lo que es seguro es que José Luis de Vilallonga las poseía. Pertenecía a una raza de catalanes ilustrados y viajados, es decir poco nacionalistas, hablaba despacio y cautivaba en la distancia. Supongo que todos los hombres en otra vida quisiéramos ser un Cary Grant, un Goerge Clooney o un Vilallonga. Descanse en paz, después de haber vivido cojonudamente bien…
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